tienen razón al temer el barro,
porque no hay allí manera de mirarse

Mauro César, El entrerrianito

 

Una ríada de barro tóxico sobre Minas Gerais. Un torrente de polvo, agua, arcillas, plásticos, metales y escombros bajando tras el colapso de dos diques mineros. La escena se repite dos veces: 2015, 2019. Una misma empresa protagoniza el desastre: Vale SA. Son dos las ciudades de ese estado del sureste de Brasil las que quedan tapadas por el barro: Mariana, primero; Brumadinho luego. En 2015, 62 billones de litros de una viscosidad rojiza avanzaron sobre el poblado de Bento Rodrigues y atravesaron 700 km. de tierra impregnando el Río Dulce hasta teñir en su desembocadura 80 km.2 del Océano Atlántico. En 2019, 13 millones de metros cúbicos inundaron la cuenca del Río Paraopeba que irrigaba con agua potable a más de 48 municipios de la región.

Decenas de portales ofrecen imágenes que registran el momento exacto del colapso.[1] El cambio de escala que producen esos videos tomados desde la altura, hace que percibamos el avance del barro sobre lo que sabemos son árboles, ríos, poblados, como el movimiento de una masa viscosa y plástica que solo se distingue de aquello sobre lo que avanza por una variación cromática, por una disputa, casi que podríamos decir, de fuerzas y densidades en pugna. La secuencia de lo que vemos parece ser la siguiente: una informe masa verde inmóvil termina cediendo ante una viscosidad terracota; una suertede alud rojizo avanza a toda velocidad montándose sobre sí mismo y lo otro, ocupando el espacio en todas las dimensiones, desplegando, como tentáculos de un animal desconocido, saltos de lodo. Hacia el final una mancha como de tinta marrón acaba flotando y tiñendo la imagen azul que sabemos por convención indica la presencia del océano.

Una ríada de barro tóxico inunda también las páginas del libro Los ligámenes del poeta y artista visual Mauro Césari (2021). El avance del barro labra sus versos, deja sus huellas sobre la página. Si hiciéramos un montaje de alguno de ellos, podríamos decir que este libro nos pone frente a una escena que se escande así: “Tiembla la siembra, cimbra la tierra (Césari, 2021, p. 16)”. 

[1] En este link pueden verse algunas de ellas: https://bit.ly/3sJohxq

 

La sustancia

densa                        algo                            filamentosa […]

muestra                    en su acerbo            un tizne

al agrio (2021, p. 18)

Aceitosa se desliza y corta: cala como un roedor furioso.

Cortezas, emplastes cáusticos

-ni talla ni semilla,                                       humores halla al paso

y los liquida (2021, p. 15).

le va subiendo                                                                     el punto

la ebullición acídica

del grumo (2021, p. 20)

Chillan

los teros

en el revés

del fuego

bañados por su eco

disueltos

en el viento

qué fritura     como velcro

los esteros. (2021, p. 42)

 

Y la primera sensación ante la lectura no puede no ser la de ahogo frente a lo anegado. ¿Cómo tratar con lo intratable?, ¿qué decir? ¿Qué forma darle a la lectura de una forma que es puro movimiento de expansión sin límites, que recusa con su escala toda aproximación posible, que se obstina en su expresión sensible pero desfondando todo sujeto del sentir?
Volvamos al poemario, insistamos en las preguntas:

 

una helada negra

sobre el lentisco blanco

una escritura                                                                       un modo

que el agua sobrepuja (Césari, 2021, p. 17).

 

¿Es que acaso puede decirse que el barro escribe? O ¿que este libro escribe la lectura de una pura grafía material?

Arriesguemos una primera afirmación: la materia del barro, en su espesura, traza una huella gráfica sobre lo que avanza: la tierra, la página. Escribe si por escritura entendemos la impresión de un trazo, el raye, el rastro que dejan:

 

fluidos            incomprensibles,

glifos,                         grumos          de signo

   emisiones

tangenciales                                    oclusiones

de fricción (Césari, 2021, p.25).

 

Traza su grafía en capas de materias bituminosas superpuestas: “en láminas/ escande su dulce vaholenguaje” (Césari, 2021, p. 34). Escribe, si escribir se puede, en una lengua que no es humana.

Quizás por eso da la sensación de que la escritura poética de Los Ligámenes está allí un dato fósil. Acaso como el vestigio de un encuentro azaroso entre el tiempo y la materia, entre el barro y la lengua. Lo que leemos es entonces un grumo que no oculta ni las rayas que traza esa masa lodosa que avanza sobre la superficie de la tierra, ni el cambio de estado de la materia de una lengua que se empasta en su contacto y cifra en su sintaxis el empuje del barro. Sus poemas nos ponen frente a un lenguaje doblemente heterogéneo “que alberga –como dice Natalia Lorio (2018, p. 21)– por un lado, el doblez no domesticado [de lo existente] y, por el otro, no amasa ni las fieras de la lengua ni la materia díscola”.

Si estamos ante un fósil, lo que se abre a la lectura es una forma, un pliegue entre materia y grafía que obliga a ficcionar otra teoría de la escritura. Una que asuma que la letra es cifra, y la cifra, como dice Césari (2017), “(etimológicamente Cero): un operador fantasma” capaz de hacer tambalear al signo, de convertirlo en un puro trazo espectral, en un raye; es decir, al mismo tiempo, en un rastro, una marca gráfica y un espejismo, una alucinación. Una teoría ni representativa ni humana del signo por escrito que permita leer esto que aparece como una poética de barrosignos, como una escritura que aloja impresiones plásticas en su doble sentido de moldeadas y sintéticas.

Los Ligámenes no es el primer libro de Césari que nos pone frente a este tipo de ensayo, de ejercicios de escrituras no humanas. En Variaciones Fabre (2019), por caso, en el apartado denominado “Bio/grafismos (Libro de insectos)” leemos:

Hoy cuelgo del filamento.

¿qué me liga a estos insectos?

fósiles ellos mismos, –el Fósil mismo ellos–.

 

Ni siquiera fenómenos:

simulácaros,

  trazo

de polvo espantado al tiempo. (Césari, 2019, p. 81)

 

Tanto las geografías que imprimen los barrosignos de Ligámenes cuanto las biografías que trazan los insectosignos de Variaciones Fabre, como sugiere Nakahar Eliff (en Césari, 2019, p. 93) en el epílogo de este último, se deslizan “hacia una alucinación que ya no es la del sujeto que escribe o dibuja [sino que] es autoobjetiva al agrupamiento que se fractaliza y empieza a temblar”. Se trata de signos que hacen señales y ejecutan sus “performance gráficas” sin precisar de ningún sujeto para aparecer aunque sí de otra ficción de la lengua y de la escritura como soporte para inscribirse como letra y ser leídos como tales. Quizás por eso da la sensación de que en este poemario Césari trabaja la materia de la lengua como un ceramista trabaja el barro, el grumo, la pasta, sus burbujas de aire: mezclando, tensionando, difiriendo, enlazando. Trabaja el verso como un ligamen, como un ligamento, como “un resorte en su función de material de enlace” (Césari, 2021, p. 23). Porque de lo que se trata, parece decirnos el poemario, es de generar nuevas correas de transmisión, nuevos espacios de contagio: modos de “hacer pasar” una materia en otra y de ejercitar una “cinética del deslizamiento” (cfr. Césari, 2017a). En el fondo, lo que está en juego parece ser una suerte de teoría de la escritura que asume la

página como si fuera una membrana operatoria, un espacio de resonancia de lo que vibra en la letra y en el grafo, y la materia de la lengua y del barro como un instrumento plástico capaz de hacerla sonar.

Por eso, lo que parece darse a la lectura es, como decía al comienzo, una forma que es puro movimiento de expansión sin límites, que se obstina en su expresión sensible pero desfondando todo sujeto del sentir.

Si estamos ante un fósil, ante una geografía, si “¡hasta en su estructura [el libro] es un modelo a escala de los estratos geológicos!” (Césari, 2017a, p. 114), nos toca desplegar, también, otra teoría de la lectura, esa quizás que el mismo texto poético pone en acto de escritura. Una lectura que sostenga, como dijera Paula La Rocca (2019) leyendo a Foucault, su tensión con la imagen; una que impida que ante una palabra totalmente reconocida y comprendida, los demás grafismos de barro levanten vuelo, llevándose con ellos la plenitud visible de la forma, y dejándonos solo el desarrollo lineal y sucesivo del sentido.

Quiero decir, si es posible suponer que el barro escribe, más necesario resulta aún asumir que su grafía solo es legible si deponemos totalmente la más humana de las formas que inventamos para “leer” la materia, la naturaleza, la tierra. Me refiero a esa lectura que la convierte en paisaje volviéndola un recurso disponible para el desarrollo humano. A propósito de esta cuestión, en un libro que justamente se titula La tierra no resistirá (2020), la “Colectiva Materia” recorre el modo por el cual la modernidad, bajo la tutela del paisaje como dispositivo estético privilegiado, se representó la naturaleza como “una pura visibilidad separada de su materialidad”, como un “escenario abstracto, abierto a la expansión civilizatoria” (Colectiva, 2020, p. 216) y como mero recurso disponible para el extractivismo mercantil. Si a pesar del tiempo transcurrido seguimos merodeando esta problemática es porque resulta evidente que este doble movimiento de distancia y totalización que estructura al paisaje como maquina de lectura y de producción de lo “otro de la cultura” no ha dejado de operar. Sigue siendo el hilo de Ariadna que sin demasiado esfuerzo nos conduciría del paisaje al espejo, del rostro al extractivismo, y de ahí a la fisura del dique minero quebrado del que sale una ríada de barro tóxico que avanza sobre Minas Gerais.

No en vano, por caso, esa relación singular entre arte, economía y naturaleza explica los vínculos que sostiene la minera ya mencionada –Vale SA– con la mayor colección de arte de la región (que también fue sepultada por el alud de desechos mineros pero, obviamente reinaugurada en tiempo record)Me refiero al Instituto Inhotim, un enorme museo-jardín ubicado en Brumadinho que cuenta con 140 hectáreas que reúnen la colección de arte contemporáneo y el jardín botánico más grande de Brasil (con obras y plantas provenientes de diversos puntos del mundo).[2] En lo que su dueño, el empresario minero Bernardo Paz denomina el “Jurassic Park del arte contemporáneo” (cfr. Cuadros, 2018), no solo se “expresa de forma paradigmática la idea del museo como máquina de exhibición de especímenes (plantas u obras)” (Colectiva, 2020, p. 217) objetualizados y desnaturalizados; sino que se expone, también, el campo de batalla en donde entiendo hay que comprender la politicidad de la escritura bio-geo-grafemática que despliega el libro de Césari. La ríada de barro tóxico que inunda sus páginas es la materia que indica la filtración, el ditritus de esa misma economía que hace del arte y la naturaleza un mero escenario de acción, una pura visualidad separada sin ningún tipo de agencia y que se deja leer en su representación como paisaje. 

[2] Cabe mencionar, también, las evidencias de la lógica expansionista y extractivista que hicieron posible y aún sustentan el funcionamiento de dicho instituto. Me refiero, por un lado, a la fuente de ingresos de su dueño que posee, además de numerosas minas de las región, una de las productoras más grandes de carbón vegetal que proveía a Vale SA. Para dicha producción –y contra todas las leyes ambientales de la región– Paz desforestó 20000 hectáreas de sabana tropical y sembró una plantación de eucaliptus –de los árboles más sedientos que existen– que acabo por secar las cuencas más importantes de la región. Por otro lado, habría que mencionar también los numerosos emprendimientos inmobiliarios asociados al desarrollo de Inhotim o de lo que Paz denomina un “Disney World post-contemporáneo” (cfr. Cuadros, 2018) que forzaron al desplazamiento a poblaciones enteras acostumbradas a cultivar la zona. Estas y otras relaciones estructurales entre minería, arte y paisaje ayudan a comprender que, tras el desastre:

Vale no solo sigue operando en la actividad minera del país vecino luego de pagar unas multas

irrisorias en relación con sus ganancias, sino que además se ha constituido como una gran financiadora de todo tipo de emprendimientos: desde campañas electorales hasta el propio Instituto Inhotim, lugar donde auspicia distintos programas artísticos y de investigación y donde los empleados de Vale S.A. gozan de beneficios exclusivos en el acceso al parque. (Colectiva, 2020, p. 218).

 

*

 

Dejemos ese empaste en suspenso. Volvamos al barro, a Césari, a este poema:

 

la glándula de vidrio                                   del paisaje se hace

cáscara

 

las patas de

crustáceo

del barro

la píldora semántica. (2021, p. 37)

 

Y a este otro:

 

“En los vados                                               adobados

en los vahos

la insistencia querulante

de unos restos

engramas celulosos                                                           corrientes

de retorno

flujos y                       reflujos                      en mezcla

movimientos                                    que el nivel

del agua encrespa

-ese párpado que es borde de la letra-” (Césari, 2021, p. 24)

 

*

 

Insistamos en la pregunta. ¿Puede la escritura, esta articulación de letras que conocemos, hacer resonar, reponer algo de la vibración de esa lengua extraña de la materia? ¿Es posible leer la grafía de una viscosidad lodosa como una letra sin suponer que subyace allí un sentido especular hecho a nuestra medida? Y si se trata de alucinar, de sostenerse en el raye, ¿con qué máquinas de lectura hacerlo?

Como una primera vía de ingreso, elijo plegarme a algunos nombres que escriben desde Argentina pero pensando y armando, como insiste Silvana Santucci (2020), una “ficción teórica latinoamericana” de la lectura (y de la escritura). Nombres que ensayaron modos de abrir una estela de lectura amoldada a la potencia gráfica y significante de la materia. Lecturas fluidas, deltificadas, como las que propone Nicolás Rosa, que apuntan a excursionar en “el campo sin frontera de la letra”, a no leer el discurso sino el decurso, a “no recoger el texto sino a producir en él una fuga de sentido” (1997: 75) a trazar una deriva de significantes. En “Lecturas impropias”, Rosa (1997: 75) nos recuerda “que el término deriva en su equivalente ingles es drive: empuje, impulso ...pulsión de lectura”. ¿Hay allí una clave para seguir, me pregunto entonces, ese empuje o sobrepuje que el barro es como modo de escritura?, ¿qué impulso, que pulsión de lectura puede producir una fuerza semejante?

Hector Libertella (cfr. 1990; 2000) llamó patógrafos a una extraña comunidad de lectores-escritores obsesionados en imprimirles anécdota a las puras letras. A quienes buscaron expandir el grafismo como forma suspendida de sentido en una imaginación que se sabe siempre posterior. A quienes asumieron que todo se juega en un arte de la distribución, de las posiciones, en una táctica sintáctica como única estrategia y política posible del signo por escrito.

Nestor Perlongher (2016), por su parte, inscribe en la tradición del neobarroso esa insistencia en plegar la materia y la forma, esa tendencia a la inmanencia del exceso, esa lectura-escritura que, como dijera Sarduy (en Perlongher, 2016, p. 27), indica desde su nombre mismo “el nódulo geológico, la construcción móvil y fangosa, de barro”.

Desde entonces, no solo desde la etimología es posible afirmar que el barro no es una mera metáfora para el neobarroso sino que su materia trabaja esta máquina de lecturaescritura desde su interior y con-forma el gesto crítico que Perlongher indicó con este deslizamiento. Forzando quizás la lectura que hace Jorge Panesi (1996, p. 45) sobre este desplazamiento barroco-barroso podríamos decir con él que:

 

entre el trayecto o la pirueta verbal que va de la palabra "barroco" (roca, dureza, piedra, totalidad estética "neo" en la historia de la literatura, esa solicita fabricante de totalizaciones), hasta el "barroso" o el "neobarroso", se juega lo que una poesía puede hacer con la política, en la política. Que es siempre ocuparse por asimilar la basura de sus ficciones verbales. Asimilarlas paradójicamente para rechazarlas, o mejor aun, ponerlas en lo que son, en su procedencia y en su porvenir.

 

Leído a la letra, entonces, para el caso del poemario que nos ocupa, esto puede llegar a querer decir al menos dos cosas. Por un lado, que la poesía no puede más que trabajar con lo que sobra, los desechos, los restos, lo que se filtra, “lo inasimilado de lo asimilable” (Panesi, 1996, p. 45). Lo que quiere decir también que la tradición, sea ésta la propiamente literaria o la tradición histórico-política (del continente) en general, “sólo puede entregarnos una materia que se confunde con el detritus, el excremento, lo que sobra de un todo nunca reunido, de un todo que se licua en su propio intento por ser un todo y sobra también de sí mismo "chorreando", deslizándose, escapando” (Panesi, 1996, p. 44).

Por otro lado, quizás esto quiera decir también que allí radica aún la potencia política de esta lodosa teoría; la de desbarrancar (de) la tradición –como dijera Kamenzsain (2016) retomando a Cucurto– para dar cuenta del presente y así abrirse al porvenir. Quiero decir, en ese desplazamiento plástico que va del barroco al neobarroso de Perlongher, y del neoborroso de Kamenzsain al neobarrotóxico de Césari lo que se deja ver es la insistencia del trabajo del barro sobre la escritura y la lectura. Como si solo desde ese pliegue entre materia y forma fuera aún posible relanzar de otro modo la relación empantanada entre poesía y política desdibujando, volviendo borrosa barrosa

también la clásica oposición entre “Claridad” y Hermetismo –como polaridades en las que se juegan, en otros, los límites entre realismo y anti-realismo, compromiso y gratuidad–. Como dijera una vez más Panesi (1996, p. 45), “entre el pasado estático de las ficciones políticas y un futuro que las aniquile, está la poesía que decidió convertirse en barro, vale decir, en esa sustancia baja, elemental y compuesta” capaz de acoger detritus político o histórico de la tradición, no para “sublimarlo ni atacarlo” sino para marcarlo, inscribir su rastro, destacarlo y volverlo escribible y legible de otro modo.

Allí entonces, en la insistencia de ese “fundamento húmico” que desbarranca y exaspera los límites estético-políticos también entre lo orgánico y lo inorgánico, lo vivo y lo muerto, lo natural y lo artificial, habría que leer como sugiere Zaidenwerg (2015: p. 439), la supervivencia de una “potencia que, al poner en sincronía distintas temporalidades, perturba la organización geológica de la historia de la cultura, removiendo las diversas capas de sedimentos y fósiles, para producir un efecto de dislocación del presente”.

 

*

 

No quisiera sin embargo dejar de insistir por último en el comienzo. En el comienzo de este texto y del poemario. “Una ríada de barro tóxico sobre Minas Gerais”. En esa estela, me sigo preguntando entonces si el carácter tóxico y venenoso de ese barro no obliga a revisar mejor esa relación propuesta con el neo-barroso, a ubicarnos, quizás, en un post, menos de superación que de póstumo… Porque si no hay neobarroso que no sea un neobarroco fúnebre, eso no nos exime de pensar la radicalidad del pasaje que se tensa entre el barro lleno de cadáveres de Perlongher que anuncian los despojos de una forma de vida humana y políticamente singular y el barro tóxico de Césari que anuncia el fin, la fosilización cada vez más próxima de la vida en todas sus formas.

Quizás, entonces, este intento de lectura esté mal planteado desde el principio. Citando otro verso del poemario, digamos en relación a lo dicho que: “todo podría ser capaz/ de hacer agua” (Césari, 2021, p. 30) frente a este lodazal inédito. O quizás sea ese justamente el modo de hacer del agua y del barro. Un modo que nos niega el reconocimiento reivindicando, en cambio, “la fuerza inorgánica de un material” que desconocemos (cfr. Lucero, 2018, p. 253). Un modo que recusa el suelo firme del pensamiento. Un modo que espesado en una escritura que emerge como un fósil, como un “gran nódulo geológico” o una isla en el que la materia indómita va plegándose a la insumisión material del lenguaje nos ubica inmediatamente en el lugar de los desterrados (cfr. Rosa, 1997b).

Con todo me atrevo a decir que en esta escritura hay una forma que deriva de una nueva relación de fuerzas. Una forma que desfonda otra forma. Convocando nuevamente a Guadalupe Lucero (2018, p. 252), habría que decir también que, aquí, no es cualquier forma la que pierde. Es “la forma-hombre. Es la naturaleza como espejo humano, la naturaleza como belleza orgánica, formal y semejante a los fines del hombre. Esta naturaleza es esencialmente la naturaleza-paisaje que responde a la forma-hombre como forma-rostro”. Y con ella es también la idea del lenguaje, de la lectura y la escritura, como propiedad absoluta del hombre la que parece suspendida. Sin muchas más certezas que esa, parafraseando el modo como finaliza Deleuze (2005, p. 170) su libro sobre Foucault, digamos con él: solo “cabe esperar [que esta forma] no sea peor que las precedentes”.

Referencias

 

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